Un lugar crítico

Fernando Castro Flórez

Robert Morris concluye su conocido ensayo sobre la antiforrna hablando de cómo aparecen nuevos materiales en el arte contemporáneo que no son rígidos, de la relación sin instrumento con esos materiales surge una preocupación particular por la textura y la gravedad, así como, es evidente, por lo aleatorio: «el azar es aceptado y la indeterminación está implícita, ya que una reordenación conducirla a otra configuración. El desinterés por unas formas y unos órdenes duraderos preconcebidos para las cosas es una afirmación positiva Forma parte de la negativa de la obra de seguir una forma estética enfrentándose a ella como un fin prescrito». En un mundo de réplicas y donaciones, del que el propio movimiento Minimal no es parte separada, se hacia preciso un tipo de corte, una interrupción. Algunos artistas, como Eva Hesse, introdujeron la imperfección, el acabado tembloroso, la repetición que produce diferencias, el ritornello en el sentido de Deleuze. Divergencia es una palabra común en esta constelación estética. Otros creadores, Smithson, Matta Clark, Simonds. se dedicaron a una suerte de desarquitectura: intervenciones en el espacio públi-co, en nuestro destino que es la monstruosidad urbana. Frente a la visión pintoresca o sublime propia del romanticismo de la ruina, se impone un ánimo entrópico, la conciencia de que el territorio sólo puede estar sometido a la contaminación la llamada a la pureza es, en última instancia una forma de la nostalgia eso si, sin reconocer la pérdida del suelo que se ha producido.

La experiencia contemporánea es la del no-lugar a partir del cual se establecen distintas actitudes individuales, la huida, el miedo, la intensidad de la experiencia o la rebelión. La historia transformada en espectáculo arroja al olvido todo lo «urgente»: es como sí el espacio estuviera atrapado por el tiempo, como si no hubiera otra historia que las noticias del día o de la víspera, «como si cada historia individual agotara sus motivos, sus palabras y sus imágenes en el stock inagotable de una inacabable historia del presente». El analfabetismo mediático se extiende como una conciencia amortiguada, superadas las barreras de la capacidad crítica, con una memoria decididamente banal. La percepción distraida que, según Benjamín, era propia del ritual de arte en la era de su reproducción generalizada, se localiza, más exactamente, en el paisaje cotidiano: en las prótesis de visión que generan el consenso y la apatía simultáneamente. Pero en medio de la «huelga de los acontecimientos , en esa sumisión permanente que según Debord tiene su raíz psicológica en la dicha adhesión generalizada a lo que está ahí, se puede encontrar restos desconcertantes, lugares el borde de los no lugares. Una estética nómada que intenta producir un acontecimiento diferente, aunque sea parasitando las estructuras de blindaje, la arquitectura del pensamiento dominante.

Si se tuviera que apelar a una tradición historiográfica para situar la obra de Fernando Baena, tal vez, lo más adecuado sería tomar en consideración las reflexiones de Robert Morris en «The Art of Existence. Three Extra-Visual Artist; Work in Process»; los artistas a los que alude son Bruce Nauman (Acoustic Wall, 1969) Michael Asher (la instalación Gladys K. Montgometry Art Center en Claremont, California, 1970), el propio Morris (Blaine´s Chamber, 1970), los proyectos para la habitación doble de Jason Taub y la espectacular pieza Gas Mixing and Compressing Chamber de Robert Dayton. Corredores angustiosos, habitaciones que parecen trampas, paredes en curva, excava-ciones, lugares para la vigilancia o sencillamente destinados a producir desconcierto. En buena medida estamos ante un tipo de reflexión que corresponde a la topología o al dominio que Foucault calificó como heterotopías. El Pasillo de Fernando Baena es un lugar perverso y, también, una expresión del tipo de trabajo radical de arte procesual: un artificio que se comporta alegóricamente con res-pecto a la forma de recorrer ese mismo espacio en la vida cotidiana. Un no-lugar que tiene una potencia física tremenda. Michel Foucault indicó que la utopía consuela cubriendo ciudades de anchas vías, la heterotopía inquieta minando secretamente el lenguaje, «devastando a la vez la sintaxis, y no solamente la que construye frases, sino también aquella otra, menos aparente, que hace que se mantengan juntas (al lado y enfrente unas de otras) las palabras y las cosas». Aunque el pasillo es una vía de dirección única su cualidad conceptual es abismal: conduce directamente de la entrada a la salida, obliga a participar de un silencio y una justicia implacable.

No se puede renunciar a la tendencia ana-lógica, la mente realiza, casi sin proponérselo conexiones entre cosas, asocia experiencias, intenta evitar el vértigo. Apenas había dado tres pasos en el pasillo cuando tuve una sensación semejante a la que recordaba en los corredores de Nauman. Poco me interesa la idea convencional de influencia, sin embargo, la noción bloomiana de influencia es una herramienta crítica que nos permite analizar el desplazamiento de las imágenes. En el contexto de la teoría de la Angustia de las influencias, el soberbio pasillo de Baena es un clinamen, esto es una modificación fisica en la calda de un cuerpo, el tipo de «sonido» que produciría el Errotum musical.

Pero ese deplazamiento es algo más: el sujeto no se enfrenta a su imagen invertida, no puede reconocerse en el ejercicio de la mirada disciplinaria. El imaginario de Nauman esta dominado por la reclusión y la obediencia ciega a alguien que ocupa nuestro lugar, estancias o zanjas en las que los cuerpos van buscando cada cual a su despoblador, como si todo fuera a terminar «para siempre «. El pasillo de Baena no entrega ese pequeño asi-dero de la propia imagen, el que vaga por ahí está completamente solo: la única compañía son las luces de obras, que colaboran a ampliar la sensación de precariedad, que se distribuyen en intervalos regulares.

La precisión del receptáculo arquitectónico que colocó en El Ojo Atómico, le permitió introducir su propia concepción del lugar sin realizar un diálogo teatral con el espacio que se encontraba, pero, al mismo tiempo el emplazamiento supone tomar muy en cuenta el territorio. Cuando se revela el pasillo es sólo cuando se le ha abandonado, entonces quedan al descubierto los tableros, las maderas que actúan como pilastras, los cables, el resto del espacio vacío. En alguna medida Baena está colaborando a reconocer el proceso de simbolización o, de una forma general, las aporías del pensamiento: hay un limite que no se puede sobrepasar, una capacidad enunciativa que no corresponde necesariamente con los laberintos del pensamiento. El cerco hermético, por emplear una noción vertebradora de la Lógica del límite de Eugenio Trías, permite que el sujeto se reconozca como fronterizo. En la historia de la lógica es el Tractatus de Wittgenstein el que, con más dramatismo, mostró la inviabilidad del lenguaje lógicamente perfecto; siempre queda un resto, un campo de huellas que únicamente puede mostrarse. La capacidad del arte es esa, tensar la mente hasta el dominio en el que, por un momento, somos parte del dispositivo y miradas capaces de enjuiciarlo. No es una situación urgente, pero seguramente sin ella no se escapa a los procesos de rutinarización y conversión de lo real en simulacro que son determinantes en este final de siglo.

Cuando alguien realiza un recorrido unidimensional puede concluir con la idea de que el pensamiento ha sido forzado. La delimitación que genera el pasillo abre, al que está dispuesto a escapar de la lectura convencional, un laberinto de interpretaciones. Si tomamos en un sentido doméstico esa estructura arquitectónica es una metáfora de la soledad, una plasmación del fenómeno de lo siniestro, esto es, de lo cotidiano que se ha vuelto repentinamente extraño; en el escenario mundial de la burocracia, en ese mecanismo que más que kafkiano habría que remitir a Weber, la enunciación casi carece de comentarios; como alegoría del propio mundo del arte establece una sanción ácida a los comportamientos epidérmicos, parece hablar con voz contundente a las conciencias complacientes. Pero, en su clave, más intensa se asienta en la constelación del nihilismo.

Se ha hablado mucho del pensamiento débil como una suerte de renuncia a la crítica, una entrega al cinismo ambiental, sin embargo, lo que sostiene esa filósofo es la visión de que la técnica desplegada planetariamente no puede ser desmontada desde la dialéctica. Sólo el acontecimiento trágico o el ejercicio de la parodia (que no del kistch o la ironía) permiten producir lo diferente. Es preciso realizar una crítica desde dentro, realizar los ajustes mentales y políticos desde dentro, cuando se está en el pasillo. En ningún caso puede el pensamiento o la tarea del arte descansar con la afirmación hegeliana de que esas actividades se inician al crepúsculo. Cuando la decadencia se ha convertido en un valor, esto es, en el tiempo en el que el nihilismo ha perdido su sentido de «honra del pensamiento», es preciso hacer que los signos exploten desde dentro.

Baena que en otras obras, que no hacen al caso para «explicar» la que nos ocupa, ha apuntalado paredes cubiertas del color del luto o ha enjaulado el espacio de hermosos patios, sabe que la potencia memorable de su pasillo es la de que se trata de un proceso que actúa en la mente como un cortocircuito. La potencia del material de la obra, la temperatura estética de aquellas maderas, la luz que imponía un ajuste óptico, creaban unas condiciones específicas. Modificaban, por un espacio de tiempo, las condiciones de la vida. El elemento crítico y esencial para nuestro tiempo que encuentro en este pasillo es que parodia, parasita y vuelve del revés otros recorridos, obliga a tomar partido: impone un lugar.