¿Hay alguien ahí?

Isidro Herrera

¿Será posible que el arte salga a nuestro encuentro en la forma de unas rozas abiertas en la pared o del recubrimiento con alambre de las aristas de la sala de exposiciones? ¿Puede ser finalmente un modo de la experiencia estética la del subrayado del espacio, que por momentos parece querer constreñir, asfixiar o aplastar al espectador? ¿Se han convertido la propia sala de exposiciones o el espacio físico que rodea al espectador ellos también en obra de arte? ¿Podremos decir, una vez terminado el recorrido propuesto, con Fernando Baena y la obra al unísono: «estoy aquí», y tener el sentimiento de haber llegado al final, convertidos nosotros mismos en materia de la misma obra de arte? Ésta parece ser la ambición de un arte conceptual que pretende llevar al espectador a la realización de un gesto banal – entrar -, obligado, sin embargo, a formar parte de la obra, siendo ésta a su vez un objeto bien ordinario. Gesto de entrada en la obra de arte, con el que se trataría de alcanzar el extremo de la identificación con ella, de instaurar el momento en que autor, espectador y obra se confunden dentro de unos límites físicos comunes.

Ya es una tradición considerar que el arte es un espacio de excepción, donde lo que encontramos a diario en nuestro entorno logra la oportunidad de ser excepcional, de tener la excepcionalidad del arte. Sólo porque el arte no se confunde con la obra de arte, podemos afirmar sin caer en un círculo que aquella excepcionalidad la obtiene la obra gracias al arte que se manifiesta en ella. Así el arte es capaz de proporcionar excepcionalidad a las cosas más corrientes. La economía expresiva del MURO que aquí se nos presenta como obra de arte nos lo dice sin concesiones. También en este MURO al que Fernando Baena otorga todo el protagonismo se produce la salida al encuentro del arte. Pero, por la misma razón que en determinadas circunstancias cualquier cosa de la vida corriente puede convertirse en obra de arte, no nos engañemos: no somos nosotros quienes salimos al encuentro del arte, sino que es el propio arte el que sale a nuestro encuentro de manera insospechada. Esto no sucede ahora por primera vez. En realidad, es la experiencia permanente del arte. Su dificultad. ¿Salimos al encuentro del MURO o el MURO sale a nuestro encuentro?

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Aunque hubiera un lugar donde pudiera ubicarse el arte (como fuente originaria, por ejemplo), nunca podríamos ir hacia él; él viene siempre hacia nosotros. No avanzamos hacia el arte, lo acogemos en su callada venida desde el aparte en que se encuentra desde su origen. Por mucho que se diga, el arte no se halla en el ser obra de la obra de arte, como tampoco en la voluntad creadora del artista. Su lugar propio es una ausencia de lugar: está entre ellos, siempre en medio. La experiencia estética es el movimiento por el que el arte viene a nuestro encuentro, siguiendo una trayectoria que es el halo que acompaña a la obra, por el que la obra se convierte en obra de arte, situándose precisamente en el punto de contacto entre la obra y nosotros. Se produce así la experiencia del arte, que para nosotros es experiencia del origen, del lugar donde se pudiera hallar el arte, esto es, de una vida poseedora de una libertad absoluta, a la que nada es capaz de comprometer, un caos anterior a cualquier principio, exterior a cualquier norma. Nietzsche le dio el nombre de Dionisos: un fuego que sólo quiere arder, que se alimenta de sí mismo. Así el arte es puro derroche de la vida, sin ningún sentido, excepto el que procedería de su conversión en obra de arte, la cual es la criba por la que el caos adopta una apariencia de orden. Pero el fuego dionisíaco sigue ardiendo en su interior.

Como vida que es, el arte vive en una especie de espasmo, una contracción, entre el artista y la obra. De ese espasmo estamos permanentemente expulsados, y nunca lo habitaremos, pero el eco de su vibración no cesa de llegar hasta nosotros y de arrastrarnos con su potencia. Curiosamente, el menos activo de todos, el espectador, es el vehículo por el que el arte llega a nuestro mundo, aquel que le proporciona a la vida del arte la oportunidad de una vivencia para manifestarse como experiencia (porque el artista no tiene una vivencia de la obra, sino de la producción de la obra, que no es lo mismo, y cuando se enfrenta a la obra acabada no se diferencia sustancialmente del espectador). Pero de nuevo no nos engañemos: aunque el espectador sea el único capaz de ponerse ante la obra, el espectador no precede al arte, sino que forma parte, y no como sujeto, del movimiento que el arte realiza. El espectador es la única vía de salida por la que el imposible lugar que ocupa el arte muestra, como espectáculo, la imposibilidad de su ocupación. Manteniéndose esencialmente de este lado de la representación, nunca del otro. El arte no es lo más humano que hay en el hombre; es, por el contrario, lo más inhumano. Por eso, el espectador sólo tiene el arte para perderlo, para no tenerlo, para mantenerlo a distancia; preservándolo, sin embargo, en esa pérdida y en esa distancia. De una u otra forma, pero finalmente en el espectador y ante él, el arte se pierde a sí mismo. A nadie debería extrañarle que, desde este punto de vista, la secreta vocación del arte desde siempre no haya sido aparecer, sino desaparecer, o aparecer desapareciendo.

Esa intemperie en la que vive el arte debería estar presente en cualquiera de sus obras. Es más, cuanto más manifestara alguna de ellas su nulidad, en el sentido que antes decíamos, más cerca estaría de expresar aquella voluntad de desaparecer que caracteriza al arte desde el abandono de su lugar de origen. Naturalmente desde esta perspectiva caben en la categoría de arte las intervenciones sobre el MURO de Fernando Baena. Pero, ¿está tan claro que ese MURO aspire a mostrar la nulidad, la desaparición o la insignificancia que se anunciarían en la obra de arte? ¿Es que ese MURO realmente no quiere decir nada? ¿No es evidente que cualquier obra, sencillamente por serlo, al igual que ésta en particular, tiene sentido? ¿La intervención sobre el MURO no es muestra clarísima de una lucha por producir incluso una hipertrofia de sentido, por cuanto querría extenderse a elementos que ven superado el sentido que tienen en el mundo ordinario, cargando con esos nuevos sentidos de los que sólo el arte es capaz de dotarlos? Sucede, no obstante, que en toda obra, y en ésta también, hay una ambivalencia fundamental en que inevitablemente no puede dejar de estar, que consiste en, por una parte, contener múltiples sentidos, mientras que, por otra parte, descansa sobre un hueco que no cesa de excavarse en la densa unidad del sentido. A partir de esta ambivalencia, habría que comprobar la hipótesis por la que pudiera ocurrir que mientras todos y cada uno de los elementos que componen esta exposición tienen sentido, su conjunto, el acontecimiento unitario que constituyen las piezas presentadas por Fernando Baena, no lo tiene.

Vamos a consolarnos. El MURO parece estar ahí para permitir que desde el principio se inscriban sobre él toda clase de «historias». ¿Castigados de cara a la pared o de pie ante el pelotón de fusilamiento? ¿Saltamos la tapia para pasar al huerto del vecino o nos apretamos a ella en algún encuentro amoroso? Muro de las Lamentaciones. Muro de La Vergüenza. Un MURO como superficie de inscripción donde se habría prescindido conscientemente incluso de la necesidad de que aparezca algo inscrito en él. Lisa y llanamente. Porque ya llegará el espectador para llenarlo con sus historias, para encontrarlo ya lleno de ellas. Ya están en él todas las posibles, incluso la espera o la promesa de la inscripción, incluso su borrado posterior, que son, así contadas, otras tantas historias.

De entre estas historias no se debe excluir la que nos contamos cuando nos parece poder pasear felices por las playas del sentido, estar en contacto con la densa irradiación de la luz o con la desnuda oscuridad de la noche. Es una situación curiosa: frente a ese MURO cabe la posibilidad de encontrar un universo así, abierto para nosotros. ¿Por qué este simple gesto por el que el artista nos pone delante de la pared puede llegar a ofrecerse como una obra de arte? A esta pregunta se puede responder heideggerianamente diciendo que es porque su simple alzado ya pone en pie un mundo, abriéndolo, dándolo a conocer. Y ello no tanto por ser producto del trabajo humano, sino precisamente porque a ese MURO, con las múltiples variantes de su tratamiento (apertura de rozas o recubrimiento de sus aristas con alambre), se le otorga, algo le otorga, el carácter de obra de arte. Esto no debe suceder por el capricho de su autor, tampoco por el posible desvarío del Arte que, dueño del poder de decisión, regulara acaso arbitrariamente (el ejercicio del poder es probablemente más efectivo cuanto más arbitrario fuera lo que se ordene), lo que es o no es arte. Sencillamente, si hemos aprendido la lección de Heidegger, desde el momento en que la presencia del MURO trae consigo, permitiéndola o posibilitándola, una meditación acerca de su sentido, hay arte, porque con él asciende inevitable ese mundo que está siempre como convocado a la llamada de la verdad que se produce desde el interior de la obra de arte.

¿Vemos en ese MURO una imagen de las limitaciones de nuestro universo físico o mental? Se va dibujando entonces con la obra el mundo que vendría con ella. ¿Creemos encontrar en él una representación de la vanidad de nuestros intentos por atravesar su espesor, que tropiezan una y otra vez con su desnuda materialidad? De nuevo un mundo. ¿Adivinamos ahí un mensaje por el que se anuncia la imposibilidad de la trascendencia, o al revés, una afirmación de ella? Más mundo. ¿Tenemos ante él la sensación de estar frente a la opacidad, la sombra, el abismo, la potencia de lo extraño, enterrados para mejor mostrar hacia el exterior su imagen oculta, y la verdad y la belleza que se esconden detrás de todas las imágenes del arte? ¿Somos capaces de escuchar en él la voz ahogada del trabajo humano, el rumor sordo de una civilización que se construye o se destruye? ¿Hacemos de él una lectura ética, política o estética? Mundo. O más bien, la esperanza de un mundo.

A la luz de lo dicho, el MURO de Fernando Baena sería el muro de la esperanza. El muro del consuelo. Allí donde reina el sentido y cabe aún la posibilidad de un gesto con significado moral o político. Al fin y al cabo, como hemos visto, ese MURO es capaz de instalarnos en el interior de un mundo dotado de sentido. Con el MURO así interpretado abrigamos la esperanza de pertenecer a ese mundo, incluso la de ser hombres.

Así pues, la obra tiene tanto más sentido cuanto más sea capaz de interiorizar la humanidad generadora de sentido que circula a su alrededor, ya sea a través del autor, ya sea a través del espectador. El juego de la obra, por el que el sentido viene a la luz, es su capacidad de expresar humanidad. ¿Qué duda podría caber de que las rozas que Fernando Baena abre sobre el MURO, o cuando reduce el espacio físico en que se mueve el espectador, son otras tantas metáforas que únicamente afectan a la humanidad del hombre? Se trata sin duda de metáforas, imágenes, capaces desde que lo son de contener un sentido, de contener incluso, aunque no de salvación, sí un mensaje consolador por el que podremos reconocernos a nuestra imagen y semejanza. Somos desde luego muy libres de querer mirarnos en ellas como en un espejo.

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Pero, pensándolo bien, por lo mismo que nos lo estamos cuestionando desde el principio, en sí mismos la roza o el espacio de una u otra forma delimitado no son obra de arte. ¿No vivimos en todo momento en espacios que se cierran sobre nosotros hasta asfixiarnos o rodeados de rozas que pueden ser incluso la marca de nuestros dedos por escaparnos de este mundo, sin que por ello los consideremos seriamente ni mucho menos arte?

Ocurre que a su vez la obra sólo es obra de arte por el sistema de relaciones externas donde se ha de emplazar extra-ordinariamente el espectador, enfrentado, por usar una expresión magníficamente ambigua, a una experiencia fuera de lo común. Estas relaciones de naturaleza exterior a los juegos de la conciencia consigo misma son las condiciones por las que se produce el encuentro, un encuentro no cotidiano, no pacífico, del arte con el hombre, en el cual nunca somos ni hemos sido (porque hablamos de un pasado que nunca fue presente) sujetos. Eso se ha hecho; no diremos que sin nosotros, sin nuestra presencia, pero no participamos en ello como pensamos, no somos sujetos conscientes de esa producción. El arte no es por tanto la proyección de nuestra conciencia sobre algún objeto que, en virtud de tal proyección y sólo por ella, pasaría a ser artístico. La interiorización que antes ingenuamente describíamos no es más que uno de los recursos por los que se da esta relación de exterioridad en que reside lo artístico que hay en la obra. No se trata en absoluto de que el artista ponga su mirada sobre un objeto cualquiera (un muro, un techo) y decida que eso lo ha convertido en obra de arte, sino de la constitución de un sistema de relaciones aún más exteriores que las que se entablan con el mundo de nuestros desvelos cotidianos (el trabajo, la convivencia, etc.), donde es posible que nos invada una exterioridad más ajena y más extraña que nada de lo que solemos llamar exterior en este mundo. La condición de extrañeza de esa exterioridad es que nunca entramos en ella, sino que ella nos penetra, sacándonos de donde creemos estar.

Propiamente hablando, nunca entramos, ni entraremos, en la sala de exposiciones, si es que ése es el lugar del encuentro por el que queremos definir la experiencia de la obra de arte. He aquí que entonces el MURO de Fernando Baena más bien camina hacia nosotros, sale a nuestro encuentro, cargando, a la vez que empujado por ella, con una desnudez y una limpieza que es la de la pureza del arte. En ese encuentro estamos siempre fuera de donde estamos. Así, más allá de la distinción de géneros, más allá de la diversidad de las artes, el arte, todo el arte, su concepto, se muestra como un ámbito puramente externo. Y donde nosotros, aspirados por la obra a ese ámbito, sentimos cómo se deshace nuestra interioridad asaltada y tomada por un exterior irreductible. Lugar donde no permanecemos, donde sólo flota solitaria una sensación, la sensación que somos en el interior de ese ámbito, y que únicamente dice: «estoy aquí». No es, pues, extraño que tantos escritores, pintores, etc., se hayan sentido habitantes de un infierno imposible de abandonar, expulsados de un mundo, el de las relaciones externas corrientes, en el que su actividad, partícipe de un horror inhumano que es casi un lugar común del arte y la literatura, no tiene lugar. El tiempo del arte es la «temporada en el infierno» que éste procura. Un infierno sobre cuyo portón, como en todos los infiernos, está escrito: «abandona toda esperanza».

De este modo, cuando en un principio veíamos proliferar los significados que podían adquirir el MURO y cada una de las intervenciones que Fernando Baena realiza sobre él, algo en nosotros venía a discutir que ahí se estuviera jugando ni más ni menos que la esperanza de una humanidad o el consuelo de ser hombres. El anuncio de la muerte del hombre no parece que deba a estas alturas sorprender a nadie. Y si tal anuncio no lo consideramos una frase publicitaria, debemos a partir de él estar preparados para pensar, desde un trastorno fundamental, lo que solicita inaplazablemente ser pensado: la exploración del extremo de la humanidad. No solamente, pero sí de una manera privilegiada, el arte nos procura material (y tal vez también instrumentos) para ese trabajo.

Ese acontecimiento unitario que son las diversas intervenciones sobre el MURO, en donde, cuando somos espectadores, nos situamos al mismo tiempo en el lugar donde se ha situado también su autor, realizando su misma experiencia física, lugar que a su vez es el de la propia obra de arte que pasa a tener exactamente nuestros límites espaciales, a identificarse con nosotros para permitirnos decir con ella: «estoy aquí», guardaba con celo acaso una última imagen que no mostraba, la del infierno, la del abandono de la esperanza, es decir, la experiencia del fin, la de la muerte.

La fórmula, quizás demasiado aireada, sin duda mal comprendida por su voluntaria ambigüedad, «escribir para no morir» no significa enfrentar el arte a la muerte, como si el arte pudiera ser un antídoto, un medio para alejarla. Todo lo contrario: en absoluto escribir para evitar la muerte, sino escribir para hacer la única experiencia posible de la muerte, es decir, la de no poder morir. No escribir contra morir, sino escribir como morir. El arte como simulacro de la muerte. Y si el MURO es, en cuanto obra de arte y sólo por eso, imagen de la muerte, de lo que hay de infranqueable en la muerte, es también, entonces, imagen de lo que no puede ser recogido por ninguna imagen, de lo que no cabe en ella y siempre la excede, dejándola permanentemente detrás de sí: imagen del fin, es decir, de lo que no puede tener final si quiere seguir siendo fin. Por eso es por lo que estaremos siempre de este lado de la obra, nunca del otro, de este lado del MURO, con sus rozas, sus aristas recubiertas de alambre o sus techos desplomados, nunca del otro.

Entrar dentro de la obra de arte, como se nos propone, no significa más que aproximarse a ella de otra manera. Explorar su cercanía. La inmersión en la obra es uno entre otros modos del contacto del arte. Y esto es así porque siempre estamos de este lado, nunca del otro, como sucede con la muerte. La obra de arte nos enfrenta con lo imposible: pasar al otro lado; y nos proporciona una extrañeza: ese otro lado, sin embargo, no está en absoluto más allá, como tampoco más acá. El otro lado, el que es verdaderamente otro y ajeno, no está ni más acá ni más allá, ni de este lado ni de aquél. Por eso, ahí no se deposita la mirada, no cabe un pensamiento, no es posible una palabra, sencillamente él centellea como una lejanía, que es la de la más absoluta y propia cercanía. Un lado sumamente pegajoso que no es ni aquí ni allí, sino lo que está al lado de aquí y al lado de allí, es decir, siempre a distancia, lugar donde literalmente no podemos estar. El MURO trabajado por Fernando Baena es eso que está al lado de nuestro lado, no al otro lado. Una imagen de ese lado que está a nuestro lado. Y si finalmente el MURO ha podido ser una metáfora para este lenguaje que usamos, es porque sin duda es la ruina de todas las metáforas por ese extraño vacío que anuncia. Y si puede ser una imagen, por la transparencia que le acordamos, es porque, y éste será su misterio, es también el lugar de la ausencia de imagen. ¿Se estaría el arte de nuestro tiempo proponiendo la tarea insensata de producir la ausencia de imagen? ¿Cómo? ¿Podría un mundo como el nuestro, el de la plétora de las imágenes, el del triunfo inequívoco de éstas, acoger la ausencia de imagen, convivir con ese vacío? ¿O se vaciaría él al mismo tiempo que la imagen se borra de su interior? Verdaderamente, el mundo ni se mira ni se reconoce en sus imágenes (ésas que supuestamente le devolverían una cara de sí mismo), no necesita verse en ellas para comprobar que existe, no se relaciona con ellas como el original y la copia; pero el mundo es, como recordábamos antes que nos enseñó Heidegger, atraído por la imagen, adviene con ella, en cuanto que en ésta obra la verdad por la que el mundo es verdaderamente tal. Si entonces, al mundo, en alguno de sus rincones, se le extrajera la posibilidad de contener una imagen, ¿no se encontraría, a partir de esa carencia, ahuecado su sentido, el sentido de este mundo llamado real, pero precisamente por imaginario, imaginero, imaginista, imaginado, y llamado a vacilar sobre sus cimientos? ¿Sería ésta la tarea encomendada al arte en este tiempo nuestro del imperialismo de las imágenes: robarle el sentido al mundo?

¿Sigue siendo mundo un mundo sin imagen, este mundo dibujado de la ausencia de imagen? Habiéndosele extirpado la imagen al mundo, ¿que le queda a éste -y con él a nosotros – de mundo? Cuando uno no encuentra ante sí como objeto la imagen, ¿no se ve más bien arrastrado a un vacío en el que, en primer lugar, se hunden todas las imágenes, pero que, en segundo lugar, sirve para que en él se representen también todas, es decir, en el que están (en el modo de la desaparición, del borrado) todas las imágenes, permitiendo entonces que se identifiquen mundo y vacío? ¿No ha sido precisamente esto a lo que ha llegado el arte en su afán por borrar las huellas de la representación, por recuperar lo inmediato en su inmediatez, esto es: la nulidad y el vacío que se anuncian en la ausencia de imagen? Ahora bien, ¿quitarle sentido al mundo no es volver a dárselo? Pero eso sucedería ahora desde un nuevo punto de vista: el de la ausencia, el del vacío creado (el vacío como objeto de creación: – ¿de qué Demiurgo estamos hablando?), el de la falta (de supuestos, de suelo: tomando la falta como suelo), el de la nulidad (que significa lo que no significa nada). ¿Podría entonces el arte estar encomendándose la posibilidad de hacer el vacío en un mundo cuyo defecto sería estar lleno (de imágenes), es decir, horadar la plenitud del mundo con un vacío que se salga fuera de él? ¿Estaría realizándose así un movimiento de impugnación por el que se quiere trastornar de arriba abajo el orden de este mundo nuestro? ¿No sería, con esta operación, el arte más político que si se propusiera incidir directamente en el juego de la política y nos iría en esta operación más de lo que podíamos suponer?

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Desde este callejón sin salida creado por el arte sólo es posible volver. A la vuelta, nuestra memoria nos devolverá el recuerdo de cuando esa misma memoria no contenía ninguno, precisamente el del instante sin dimensiones en que era posible decir «estoy aquí». En ese instante uno estaba ahí, es decir, en su aquí, para encontrarse irremediablemente desdoblado en el momento de decirlo. ¿Dónde estoy cuando digo «estoy aquí», en mi ser ahí o en mi decir? ¿En mí o fuera de mí? Además, tal vez sea la obra la que dice realmente «estoy aquí», tal vez, por su expresividad, la obra es mientras se sostiene diciendo «estoy aquí». ¿Pueden coincidir el suyo y el nuestro? No lo sabremos, porque en el momento en que la obra nos aspirara hacia su interior, es decir, hacia su relación de exterioridad, y compartiéramos su «estoy aquí», ya no estaríamos ahí, no seríamos, no podríamos re-conocernos y nos veríamos reducidos a una memoria que no contendría ningún recuerdo. O estaríamos solos, a solas con nuestra soledad esencial, la soledad de este lado de la muerte, que se transparenta en la ausencia de imagen que ese MURO, con la suavidad y la dulzura del arte, trae a nuestro encuentro, diciendo sin voz, para que nosotros, los que diciéndolo estamos siempre fuera de ahí, le prestemos la nuestra: «estoy aquí».