Ignacio Castro
No hay proporción entre los milagros revelados y todas las demás cosas que se hacen en la vida. Teorema.
Pier Paolo Pasolini.
Fernando Baena responde a la exigencia perfectamente legítima, aunque quepan otras, de hacer arte con lo fatal de nuestras condiciones históricas, a partir de lo que, entre otras, Heidegger ha localizado con esta frase: «La producción técnica es la organización de la separación» . El hombre contemporáneo semeja trabajar contra la recepción de lo abierto. El antiguo lugar, su silencio y su viento, es cercado, acosado por el diseño de incansables líneas de comunicación y de fuga. Es cierto que está por ver si en esa trama hay algún peligro mortal o si, por el contrario, no puede haberlo ya que, de todos modos, nos rodea el peligro, infranqueable y salvador. Por lo pronto, en la indecisión de este dilema, cavando en él e impidiendo que el orden social se limite simplemente a funcionar, se abrigan parte de nuestras mejores obras.
Siguiendo una exigencia crecientemente perentoria, Baena levanta algunas representaciones del absurdo, la zozobra y la lucha sorda, contra un enemigo escurridizo, que tiene que librar nuestra existencia. Figuras de un mal sin atributos, del riesgo que emana de lo liso, del ámbito del confort, del diseño que desmaterializa, de la protección y los espacios claramente delineados, pueblan estas salas. El artista edifica muros arañados, bloques, techos opresivos, corredores sin salida que evocan la metáfora de todas las coacciones. De este modo, modulando las trincheras de la vida urbana, insinúa otra vez las mil trampas arquitectónicas al alma, el delirio de la estrategia civilizatoria occidental. Una metafísica de ángulos y muros, del vacío convertido en fortaleza. En estas inciertas construcciones, mientras las superficies pálidas conspiran, agorafobia y claustrofobia se mezclan. Hay, en verdad, una inquietante ambigüedad en todo lo que vive. Quién, qué puede decir estoy aquí? Aunque los objetos no sean un modo de conciencia, quién, qué: aquello que late como pura inminencia? Desde luego, según el rumor que emiten estas instalaciones, lo neutro, por lo demás un tema muy moderno, también existe, y siente. Así la incertidumbre aún nos rodea, una especie de niebla de latidos vagos. Quizá contra ella se erige la mitología expansiva de lo global, la promesa de sus autopistas imperiales. En sus márgenes, Baena parece querer que luchemos contra la pasividad constante que inyecta lo mediático con la provocación a una actividad que acabe algo que ha empezado por inquietarnos. Precisamente porque la obra está acabada, con toda la resolución de lo enigmático. Ahora bien, ¿qué sentido espera en este dédalo de señales leves? Paradójicamente, tal levedad se extrema en la última sala, donde la instalación llega a confundirse con la literalidad de lo simplemente yacente. Allí, raptado por la suspensión que introduce el artificio, lo real es otra vez lo irreal. Solamente para sopesar esta encrucijada de rectas, vale la pena ensayar una demora por las estancias de este trabajo, sala a sala.
Por una abertura lateral se accede casi clandestinamente a lo que debe ser otra escenografía. Popa de un barco en proceso de desguace, la pared curva nos acoge, útero frío que promete una especie de revelación, o bien amenaza con cerrarse (podríamos no salir tal como entramos, igual que en esas pirámides que preservan letalmente su secreto). La tosquedad de la albañilería inicial alude a la inestabilidad de lo que se va a mostrar dentro. La forma de acogernos nos designa como cómplices: de un ámbito cuyo sentido exige la mirada de un espectador tras otro, no fácilmente conectados entre sí. A través de este umbral incómodo se nos implica: pasen y vean… cómo palpita la irrealidad de nuestras sedes, cómo se condensa el miedo blanco, los témpanos de la angustia. Si un gran bloque expulsa la mirada, confundido con los paramentos del local (ya de por sí bastante tortuoso), es por impedir la perspectiva. Cierto, algo se oculta: ¿qué, quién hay dentro, en otra cara que siempre nos rehuye? Solidez masiva, frontal por cualquier lado, sin perfil, sin derecho ni envés. Su figura se disimula con la sala, cual si fuese su vaciado rellenando otra vez el hueco, agotando el aire. Acaso para escarnio de nuestro empobrecimiento, la antigua peana parece haberse convertido aquí en el objeto de contemplación, por lo demás imposible (como si la antigua obsesión por el fundamento-soporte se vengase, hipertrofiándose: volviéndose in-soportable, en palabras de Manolo Quejido). Masividad de un sueño, de su utopía desleida. El espacio está ahora lleno, pero como de nada, pues se presiente la inanidad de la mole, su vacío activo, casi inteligente. La inquisición impecable de esta presencia abstracta debía llegar a oprimir, gran Kaaba de nuestra adoración pálida, sin rostro y devorándonos. Su volumen semeja una fábula del poder en estado puro (recordemos algunos momentos de Foucault): no se mueve, no ejerce, y sin embargo está ahí con la omnipresencia de lo ausente. Es obvio que para la administración comunicacional de las vidas separadas basta con la oquedad vinculadora.
En este suave exilio vivimos, al lado del gran cubo de apariencia clínica. Cristal acorazado del diablo que no cesa, con bordes rectos que expulsan la vida (¿al reventar, cual caja de Pandora, es inevitable que libere una tormenta que enfermará a los humanos?). Guardián mudo, Gran Hermano sin ojos, alegoría de ese raro Leviatán que ha obsesionado a hombres tan distintos como Kafka, Unamuno o Guy Debord. Sólo que ahora, reducido a un esquema que se limita a ocupar nuestra escala. Las aristas, el pasillo insinuado trazan la dirección de la zozobra, difícilmente la esperanza de una dirección de escape (¿hacia donde, si se han igualado todos los sitios?). Se me ocurre que igual que en la celebrada «cohesión social»: indiscutible y espontánea, traslúcida, sin sospechas, y sin embargo realizando la función básica del poder. Define nuestro sitio por el exilio, por la invisibilidad del lugar, por la imposibilidad de abrazarlo, de habitarlo. Fragmento de nuestros sueños convertido al fin en paisaje, ya sin nostalgia de otro hogar, de un paraje donde se cruce el cielo y la tierra. Sin evocaciones de llanura, choza, humo, tribus. Ni de la lluvia que rasga el crepúsculo. Sólo el silencio que quiere gemir en el centro, animando las marionetas sin hilos que somos. Extraño escenario para extraños personajes.
Sin duda, las rozas en la pared nos pueden devolver una experiencia más precisa. Si la lucha con el muro es una imagen de toda creación, incluso de toda existencia, un animal de sangre caliente parece haber dejado aquí las huellas de su impotencia, enfrentado a un encierro de paredes irrebasables. Ciertamente, se ha de luchar con todo lo que se presenta como ya hecho, vertical y tapando la planicie libre. Pero, por otro lado, nuestra ambición mancilla la superficie lisa, dejando ver de nuevo la textura del polvo, las entrañas de una materia que sufre la humana voluntad de dominio. La labranza llega a herir el borde ártico. Seguimos, hacia una mampostería del simulacro. La habitación en sombras, su trasfondo iluminado. Hay un juego de lo visible y lo invisible, pero esta vez invertido: al mirar, perdemos de vista el cuerpo, el soporte de la recepción. Lo que era continente se transforma en contenido, mientras el interior (lo anímico) duerme, abrumado por un cielo bajo. Ahora la congoja de contemplar el esqueleto, la armadura fósil y su respiración, la increíble sala de máquinas de nuestra parálisis, el sitio del latido. Y la claustrofobia vagamente familiar: si te estiras a tu altura natural, sólo observarás el desolado envés. Es necesario encogerse para habitar nuestro espacio, diseñado para separar los pies y la cabeza, el sentimiento del intelecto. Una pequeña variación de las medidas y salta la pesadilla de una subversión de las relaciones habituales (como si de pronto fuese visible sólo la montura de rayos catódicos en vez de la pantalla animada). Pero, realmente, es ese andamiaje desnudo el que soporta las estancias iluminadas, la lógica de la protección. Sólo se ha puesto esa lógica al revés: ahora es la inhumanidad del armazón la que se resalta. Y acaso sea tal fragilidad del orden lo que nos fascina y coacciona. En la última sala, la voluntad de control antropomorfo nos lleva a duplicar el mapa de lo real con tanta minuciosidad que (como en un cuento de Borges) terminamos reproduciendo el estupor de partida, el dibujo de nuestro propio miedo, su faz inescrutable. Ironía sobre la representación: al final de su largo recorrido, acaba copiando otra vez lo irrepresentable, el misterio de la geometría, la cal inmóvil de habitaciones vacías. Fondo de nieve en el que se pierde toda memoria, la pantalla tiene otra vez el virus de la duda, de lo imperceptible. Pero esto en la lectura más benigna; hay, lo sabemos, una impagable ventaja ontológica en que lo que nos rodea parezca artificial, construido también por el hombre (la ingeniería genética hace maravillas con esa sugerencia). Aunque el cálculo vuelva a la perplejidad de una primera instancia, se consuma en una aparente inocencia que muestra como territorio lo que no es más que razón instrumental expandida.
Es cierto, por eso, que el aflojamiento de la coacción es sólo aparente. La materialidad de las paredes es de diseño, descansando sobre el camino impreciso que hemos atravesado. Ahora toda seguridad estriba en una tautología, pero eso justamente es lo que funciona. La identidad abstracta de nuestro espacio, como si fuese delineado, acaba por «engullirnos», disolviendo el resto de personalidad. Nos devora, definitivamente, la identidad de un poder que se confunde con las formas del habitar. Y si nuestros sentimientos fuesen también diseñados?
Tendríamos que rebasar el mito de un arte expresamente no-acabado, no-cerrado. Esto es un equívoco: cuanto más rotundo sea el acabamiento, más abierto es el enigma, pues la obra se ha agotado en darle la palabra. Tal consumación facilita la «participación» activa del espectador: al ser contundente la conformación de lo incomunicable, y lo común es eso, menos depende la comunicación de referencias externas (el folleto explicativo, la crítica, el conocimiento del trabajo anterior del artista y la corriente a la que remite, etc.). Felizmente, encontramos mucho de tal rotundidad en el trabajo de Fernando Baena, al otro lado de una indudablemente ardua elaboración conceptual. Ciertamente, el fin del concepto en el arte (a diferencia radical de la ciencia, donde el sistema teórico ha de sobrevolar la confusión de la inmediatez), está en volver a la ley de la materia, a lo selvático de su mezcla, rescatando incluso la magia de su pobreza. En todo arte late la fábula del retorno a una inviolable simplicidad, por encima de la «complejidad» en que se resguarda la mera opinión, por crítica que sea.
Hemos asistido, de acuerdo, no a un arte hecho dentro de un espacio, al estilo tradicional, sino a uno cuya virtualidad consiste en transformar el escenario expositivo, aunque a veces sea muy lábilmente. Pero esto último confirma el rastro de una obra que, en un sentido básico, se ha volcado en habilitar un lugar. La ausencia de distinción entre contenido y continente (también el bloque descomunal de la sala segunda interfiere en la arquitectura del local, por contagio o contraste, achicándola) era lo que lograba con frecuencia el arte clásico. Heidegger señala en uno de sus textos más citados que es el templo griego el que hace patente los materiales del entorno, la dureza de las rocas y la delicadeza de la hierba, el toro, el grillo. Después de todo, quizá hemos recorrido un trabajo «realista», precisamente porque labora con lo imperceptible como eje de la percepción. En él lo dionisíaco, más que la tosquedad del ladrillo de la entrada, o la llaga de las rozas, está consumado en el silencio casi taoísta de la blancura y su juego con las sombras, en cierta ebriedad que tensa las superficies, en su presencia ingrávida y pesada a la vez, con toda la inquietud de la ausencia que no se mueve. Según esto, el blanco sería resumen y puerto final del espectro cromático, si se quiere, el estallido de la negrura, de una noche que riela en el centro. Importan poco, creo, las referencias que ayuden a situar sociológica o estéticamente este trabajo. Nos atañen más directamente las implicaciones metafísicas sobre nuestro ámbito, la vieja pólis y sus derivas.
Aunque frente a esta interpretación, obviamente, se erige un equívoco también frecuente en cuanto a la belleza. Cuando se da, la belleza es siempre la congelación de un infierno de exterioridad; de él brota su cielo sereno . Hay, acaso, más palabras, más crítica y más política en ese silencio tensado que en toda la conceptualización secundaria de una producción artística cargada sociológicamente, al estilo de lo que es habitual en ciertos medios. En este punto no puedo menos que darle otra vez la razón a George Steiner . Brota más implicación comunitaria cerca de una simple presencia muda (que, desde Hölderlin a Wallace Stevens, condensa toda la convulsión de la noche) que en tanta otra cargada de parloteo y propuestas específicas sobre lo actual.
Habría que incluso ver si, por debajo de cien falsificaciones antropomorfas, no es sencillamente esto la manida naturaleza. Al fin y al cabo, cuanto más entra el arte en la violencia de la alteridad, más parece aproximarse a las formas nucleares de la inmediatez. El arte siempre trabaja con la abstracción, pues parte de la base de que lo real mismo es lo imposible. De ahí que, por añadidura, sea tan problemático hablar en él de progreso, al mantener siempre el referente de lo irrepresentable.
Pongamos esta cuestión en torno a un obsesivo motivo de esta exposición: el muro (tapando la entrada, remarcado en la última sala, alterado y ominoso en otras) como metáfora de los límites. Al parecer, lo que insinúa Baena es que, como el Poder mismo, las tapias no nos rodean simplemente, como un valladar externo, sino que más bien emergen, en todas direcciones. Hay, en efecto, un abismo entre mano y mano, entre instante e instante. Lo insondable de la pupila tensa el ojo, su iris. El muro (tiene algo que ver, tortuosamente, con la «línea» de Jünger, con la «barra» de Lacan, quizá con el «y» de Deleuze) es donde moramos, el espacio de contacto/separación. Es el eje mudo de donde brota todo mundo, cualquier paisaje . La pared más temible es la que no se ve: cualquier tabique tangible ya es la emanación secundaria de un límite anterior. Precisamente la idea del pasillo (presente en otras obras de Baena, insinuada aquí en el bloque de la sala segunda, en las rozas, en el falso techo del fondo) es la de vadear el muro, palpar su vigilancia, sentir su sudor frío, su inteligencia mineral.
Quizá la «salida» del laberinto que nos propone el artista es ésta: aceptar que estamos irremediablemente en él, que sus corredores nos atraviesan. El muro, como «línea» topográficamente localizable, desaparece cuando asumimos la infancia de la muerte, que quiebra el paradigma de la muralla, esto es, la linealidad del tiempo. Asistimos a una vigilancia ciega, que no tiene ya ninguna relación visible con un ojo central: el Poder es ahora el de lo múltiple-mercantil, algo más rizomático que arborescente . El poder (el de la Información, la Comunicación, el simple poder de lo social) es ya, solamente, el esquema mismo del poder, la promesa de lo general contra la autonomía inviolable del lugar . La línea recta (y una curva diseñada es recta) representa una movilización global contra lo singular, contra la cualidad de lo local, el tiempo intransferible de cada ser, de sus estaciones. Todo nuestro poder está erigido sólo contra la ley de la gravedad, que pone el centro universal en el latido opaco de los cuerpos, en aquello que, irremediablemente, no pertenece a la sociedad de los hombres.
Ahora bien, asusta la amplitud del habitar, el sentido de su absurdo, por eso el hombre inventa el muro protector de la Historia, la tecnología y el concepto, en conjunto, el muro del tiempo productivo y lineal. Quizá la guerra del arte, partiendo de esta deriva fatal, es intentar dibujar la otra orilla, el sin-poder de una vida que acepta, como algo inocente, la tragedia de sus límites. De este modo, se recupera un sentido en el juego del sinsentido, algo así como una «teoría de la relatividad» violentamente generalizada: prescribe no que no hay centro, sino que, brotando de una irreductibilidad abismal, el centro está en todo. Protegiendo, al amenazar absolutamente. Y esto hace a cada lugar inexpugnable (hace a cada recta parte de la gran curva). Ahora sabemos que la tesis de Nietzsche «Dios ha muerto» significaba ya, sobre todo, que el suelo del hombre es irreductible a cualquier orden superestructural, a cualquier Poder genérico. Incluido el actual de la Comunicación: por más que la Red se extienda, no propaga más que el desierto. Finalmente, la «diferencia ontológica» de Heidegger también insiste en que lo local no es reducible a lo global, a ninguna representación de lo general, a ningún ente. Menos que ninguno, a una propiedad privada que convertiría a lo singular en objeto o valor de cambio, en definitiva, en artículo de consumo en el escaparate colectivo.
Los ojos vidriosos de todos los perdedores nos señalan el precio de esta religión de la época. Creo que en complicidad con ellos, también con la risa socrática del daimonion del lugar, trabaja en secreto la brújula de esta exposición.